(EN LA GRÁFICA VEMOS A BETANCOURT CON EL GACHUPÍN FRANQUISTA DE MARIO VARGAS LLOSA)
JOSÉ SANT ROZ
A partir de 1945, cuando se derroca a Isaías Medina Angarita, Betancourt conocerá otros placeres anidados en sus deseos de
venganza; es un hombre emponzoñado por odios incontrolables. Para él, el olvido a las ofensas no existe. Se le hace imposible perdonar cualquier humillación que se le hubiese inferido, por pequeña que sea.
Además de hacerle sentir a los comunistas que eran unos cuatro pelagatos, que ahora estaban acorralados porque era él quien mandaba. Disfrutó haciendo preso dentro de Miraflores a Jóvito Villalba, su eterno rival. No le perdonaba que en 1938, Jóvito le hubiese derrotado internamente en el PDN. Entonces ordenó acentuar el castigo y que se le metiera
unas horas en un calabozo, para que se enterara quien realmente tenía cogida la sartén por el mango.
Por otro lado, todo lo que había prometido Betancourt para la
sociedad civil fue vulgarmente soslayado: en general se continuó con el mismo sistema, restringiéndose gravemente las libertades públicas, levantándose tribunales regidos por jueces venales, irresponsables, imponiendo magistrados desde el Poder Ejecutivo. Las fulanas elecciones directas, universales y secretas no se realizaron inmediatamente como se había prometido, sino dos años más tarde, para asegurarse un contundente triunfo. Además se procedió a llamar a una Constituyente, en la que gran parte de la intelectualidad venezolana quedó inhabilitada para participar en ella, pues se
consideraba simpatizante o militantes del PDV.
Se les destapó también a los golpistas las ansias de salir a condenar corruptos, un extraño y contradictorio sentimiento que los capitalistas saben manipular admirablemente bien. El capitalista lleva en el alma un pequeño y muy bien sesudo Robespierre que incesantemente estará clamando con llevar a la guillotina a los ladrones del erario público, al tiempo que se cuidará de no modificar en nada ese oprobioso sistema que le va a dar a él las herramientas para cometer sus propios latrocinios y robos.
Se decide la expulsión del país de los generales López Contreras y Medina Angarita; además de Arturo Uslar Pietri, Diego Nucete Sardi y Manuel Silveira. «Valmore Rodríguez tiene la osadía de bajar a Maiquetía y de ofrecer mil dólares a cada uno, suma que rechazan, naturalmente».
El jefe de la comisión que seleccionó a estas personas (y a muchas otras) para juzgarlas por peculado, fue nada menos que Luis Augusto Dubuc, muy conocido por las cogorzas que cogía. El tribunal lo presidía el adeco Fernando Peñalver, y formaban parte de él, el comunista Salvador de la Plaza y el sindicalista adeco Luis Hurtado.
Las sentencias, como vimos, no tardaron en aparecer: López
Contreras y Medina Angarita, ¡condenados! ¿De dónde surgió tanto odio y deseos de venganza? Uslar Pietri también fue condenado por aquel jefe de gobierno, dirigido por un «demagogo de nociones inconexas y un hombre tarado de complejos».
La Imprenta Nacional, siguiendo este juego, comenzará con un fárrago de publicaciones por los hechos ilícitos cometidos por los altos personeros del gobierno de Medina. Se publican miles de folletos con titulares en rojo y grandes letras que dicen: «Arturo Uslar Pietri, se enriqueció ilícitamente en detrimento de la nación por la cantidad de 1.157.200,00». Las cuentas se las sacan hasta con céntimos. Los adecos habían tomado el poder apresuradamente, y detrás de ellos no existía
un programa político ni un verdadero proyecto de nación, y para condenar a Uslar Pietri312 echan mano de un decreto firmado en el palacio de gobierno de Bogotá el 21 de febrero de 1822: “[…] CONSIDERANDO que cualquiera empleado en la Hacienda Pública que abusando de la confianza con que el Gobierno le ha distinguido se entrega al fraude y malversación de los intereses públicos es acaso más traidor a la patria que lo que lo es el que trama una conspiración o deserta de las banderas en donde se ha alistado, he venido en virtud de las facultades que en mí residen en decretar y decreto: 1º – El empleado en la Hacienda Nacional a quien se justificare sumariamente fraude o mala versación (sic) en los intereses públicos o resultare alcanzado, se le aplicará irremisiblemente la pena de muerte, sin necesidad de más proceso que los informes de los Tribunales respectivos […]”.
En realidad, aquel Tribunal de Responsabilidad impuesto por los adecos se había convertido en una herramienta para saquear los hogares de ciertas personalidades. A la esposa del coronel Ruperto Velasco le asaltaron su casa, y cargaron con joyas que le arrancaron incluso de su propio cuerpo. Vejámenes similares sufrió en el aeropuerto de Maiquetía, la señora del general López Contreras. Se declararon reos de peculado a los últimos cuatro ex presidentes, incluso a Gómez, post mortem.
Un aviso oficial de los ministerios del Trabajo y de Comunicaciones excitaba a la ciudadanía a dirigir a la Comisión Calificadora denuncias sobre hechos de peculado. Se les concedió a los denunciantes franquicia telegráfica. Las oficinas de telégrafos se inundaban de mensajes amenazadores y los cables temblaban trasmitiendo toneladas de supuestos cargos contra los ladrones del Tesoro Público, y entre tanto, los nuevos empleados en aquel medio convulso y caótico, comenzaron a coger lo suyo. En realidad pocas denuncias serias llegaban, pero había que dar muestras de estar dispuestos a crear antecedentes y castigar de manera ejemplar a los estafadores del Estado.
Luis Augusto Dubuc se sentía satisfecho con lo conseguido. Entonces procedieron a su miserable oficio de juzgar sin pruebas. En dos o tres horas elaboraban listas, barajando nombres, incluían a unos que ni siquiera figuraban en las delaciones y descartaban otros que sí lo estaban. Se hicieron las diligencias sumariales secretas, pero según el artículo 18 del Decreto Nº 64, de la Junta Revolucionaria, la sola circunstancia de figurar el nombre de un determinado individuo en la lista acarreaba presunción de culpabilidad.
Así, la Comisión Sustanciadora no estaba autorizada para sobreseer a ninguno, ni aún a los mismos muertos. Fue así como se entró a considerar el caso de un tal «Canelón Garmendia, fallecido años atrás y el del señor Baldomero Uzcátegui, que no pudiendo resistir la impresión de ver su nombre en esa lista se suicidó».
Uslar Pietri, que queda tan vejado por la acción de los adecos,
proferirá gritos de indignación desde Nueva York. Le escribirá una carta al Robespierre de Guatire, donde le dirá entre otras cosas: «Usted […] ebrio de odios y de rencor gratuitos […] ha querido saciar sus odios políticos […] usted un demagogo […] con audacia inconsciente […] satisfacción mezquina de sus oscuras pasiones de hombre tarado de complejos».
A la suegra de Laureano Vallenilla Lanz (hijo), doña Elena de Bueno, el tal Jurado de Responsabilidad Civil la despoja de un Cadillac en el que luego Betancourt junto con su esposa y su hija, se pavonearán paseando por Caracas. Esa era toda la verdadera revolución que estaban haciendo y la que venía buscando ese alto grupo adeco, desde la época del Plan de Barranquilla.