AUTOR: Sant Roz
Es pertinente empezar, claro, con la obra magna de Rómulo Betancourt, “Venezuela, política y petróleo”. Vamos de entrada a conocer el estilo literario de un hombre que quiso primero ser poeta, luego filósofo, después novelista, para finalmente acabar siendo director de un vasto partido político que, se puede decir, gobernó a Venezuela durante cuarenta años. Así comienza su monumental obra: «Por los años de 1870 prestaba servicios profesionales como médico […] el doctor Carlos González Bona. Recorría pueblos y caminos a lomo de mula. Sobre su corpulenta humanidad, un paraguas verde le prestaba protección del sol durante el verano y de la lluvia durante el invierno2».
No se ve el historiador, al novelista menos, y el estilo quizá sea lo más audaz que quepa analizar, porque si iba a mentar lo del paraguas debió quizá poetizarlo diciéndolo al revés: que le prestaba protección del sol
en el invierno y de la lluvia en verano; a fin de cuentas da lo mismo.
Pero bueno, lo que nos interesa es lo de Venezuela, lo de la política y lo del petróleo.
Venezuela, política y petróleo parece escrita por alguien que no se siente venezolano, que ve los acontecimientos de lejos, como si no le incumbiesen mucho. Va diseccionando, como un médico patólogo, frío e indiferente, que practica la autopsia al cadáver de una república desahuciada ya en 1830. En casi todas sus referencias utiliza libros, archivos y artículos de prensa norteamericanos, como si con este aval sus argumentos ganasen altura y distinción.
En cuanto a su vínculo con los antecedentes del partido Acción Democrática hay que buscarlos en las entrañas de los primeros fundadores de la Venezuela separatista que nace en la década del treinta, del siglo XIX. Su armazón se funde en retazos de la filosofía liberal, de esa mezcolanza de ideólogos como Antonio Leocadio Guzmán (y su hijo Antonio Guzmán Blanco), Miguel Peña, Ángel Quintero, Juan Vicente González y Tomás Lander. Quizá por eso, el historiador J. E. Ruiz Guevara solía decir que el primer «gran adeco» fue José Antonio
Páez.
Hay que añadir que el surgimiento de los postulados del partido Copei no se diferencian en nada del programa de AD, como tampoco jamás fueron distintos en sus ambiciones Antonio Leocadio Guzmán de un Páez; un Crespo de alguno de los Monagas. Todo está enmarcado en una manera de hacer política que deviene de la filosofía utilitarista, sensual y liberal de don Jeremías Bentham.
AD y Copei se entendieron siempre a las mil maravillas. El hijo político por excelencia de Betancourt no es Carlos Andrés Pérez sino Rafael Caldera; el uno necesitaba del otro para construir lo que se llamó la democracia representativa.
“Venezuela, política y petróleo” debe ser leída para comprender a la nación que recibimos en el siglo XX: una nación seriamente desgarrada, enjuta, macilenta y pordiosera, controlada por las grandes compañías petroleras. Del inmenso conocimiento que Betancourt consigue obtener de esta desgraciada dependencia del negocio petrolero, sólo se dedicará a buscar los métodos, no para sacar de abajo a nuestra tierra y hacerla respetable ante las voraces expoliaciones, sino para encontrar los engranajes que en connivencia con esas mismas compañías le permitan primero llegar al poder, para luego gobernarla con el bello e intocable manto de la «Doctrina Betancourt», a fin de cuentas la misma de Monroe.
¿Venezuela?, ¿quién en el mundo desarrollado recordaba a finales del siglo XIX a esta nación? ¿Existía, acaso? Betancourt también se une al coro de los que llaman «mono» al ex presidente Cipriano Castro, haciéndose eco de lo que la prensa estadounidense publicó en su contra. Castro, según el Departamento de Estado, merece el repudio de la civilización occidental, principalmente por las gotas de sangre negra e india que corren por sus venas. Por eso se caricaturiza en la gran prensa a este «mico» en lo alto de una palmera buscando cocos. Con qué emoción y orgullo Betancourt recoge en su libro las amenazas del presidente de Estados Unidos Ted Roosevelt contra Castro, porque «Teddy hablaba un lenguaje que sonaba a restallar de fusta». Añade: «El propio Castro había contribuido con su conducta irresponsable, a que se le tratase con insolencia doblada de desprecio. El déspota
delirante, entre vaharadas de oratoria vargasviliana…» Cuando Betancourt se refiere a los abusos insultantes del «procónsul norteamericano Herbert Wolcott Bowen» agrega: «pero no toda la culpa era suya…»
Ted Roosevelt, de la manera más vulgar y ofensiva para con el pueblo venezolano, catalogó a Cipriano Castro de unspeakeable villanous Little monkey (pequeño mono villano intratable), al tiempo que la prensa norteamericana lo calificaba de little Andean cattle thief (pequeño cuatrero andino).
Ahora bien, ¿por qué a Betancourt le molestaba tanto que Castro, «el déspota delirante», fuese seguidor de la oratoria de José María Vargas Vila? Sencillamente, el poeta Vargas Vila escribía cosas como esta: «ved la zambra en el campo de batalla;/ ved, los conquistadores
victoriosos;/ contemplando la odisea de ese pillaje;/ al grito de libertad, se lanzaron sobre Cuba, sobre las Filipinas, sobre Puerto Rico y, las hicieron suyas;/ se anunciaron como los hijos de Washington y, fueron los
filibusteros de Walker;/ cayeron sobre seso pueblos, como el pie de un paquidermo y, aplastaron su corazón;/ así, agoniza entre sus brazos la República Cubana, la República Dominicana, la República Nicaragüense y la República de Panamá; así murió ahogada en sangre la República Filipina; así estrangulada por la mano amiga de los republicanos del
Norte;/ en Cuba, la protección conquistada disfrazada; en Manila la batalla, conquista declarada; en Puerto Rico, la posesión, conquista tolerada; en Santo Domingo, la ocupación, conquista descarada; en Panamá, la intervención, conquista desvergonzada; siempre y doquiera la conquista;/ y, a este despojo vil lo llaman Victoria;/ y, escritores, pensadores, diaristas de nuestra América Latina, noblemente engañados por el miraje lejano, han aplaudido este engaño pérfido, esta burla a la generosidad humana, este zarpazo de un tigre disfrazado de Tartufo;/ y, deslumbrados por la Victoria, se han convertido al culto de la Fuerza;/ y, así, ¡se han empeñado en hacer creer a esos pueblos en la generosidad de aquel coloso, en ponerles como modelo la Gran República, en pitárselas como amiga y, como hermana!».
Con cuanta perfección definía Vargas Vila la clase a la que pertenecía Rómulo Betancourt.
¿Política?, sí, la política de la pertinaz guerra, ésa que definió Antonio Guzmán Blanco: «Venezuela es como un cuero seco, si la pisan por un lado se levanta por el otro». Cuando le corresponde hablar de la invasión a Venezuela por parte del potentado Manuel Antonio Matos (financiado por los norteamericanos), Betancourt habla de «un país en armas contra un régimen odiado por el pueblo. Catorce mil hombres llegaron hasta La Victoria, a escasas horas de Caracas. Allí se estrellaron frente a las tropas del despotismo».
¿Petróleo? Claro, petróleo, petróleo y más petróleo para la Standard Oil Company9, de los Rockefeller. Apenas comienza su libro, Betancourt estampa esta frase esclarecedora de toda su admiración y persistente idolatría por la más estupenda familia petrolera del Norte: «[…] coetáneamente, un audaz hombre de negocios, John D. Rockefeller, avizoraba el porvenir de la mágica fuente de riqueza y echaba las bases de la que llegaría a ser la más gigantesca empresa industrial de los tiempos modernos: la Standard Oil10». Admiraba al hombre que con el mayor descaro sostuvo: «La mejor manera de explotar petróleo es una dictadura petrolera». Y así será, las petroleras funcionarán hasta más allá de su muerte como verdaderos poderes fácticos. A Rómulo también le fascinaba el gran contendor de los Rockefeller, el holandés Hendrik Deterding (dueño de la Royal Dutch Shell), mejor conocido como el «Napoleón del Petróleo». Estas dos compañías, como quien manipula muñequitos de plomo, provocarán ríos de sangre en el continente latinoamericano: la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, las distintas guerras que ha tenido Perú contra Ecuador, y la instauración de las voraces dictaduras y gobiernos títeres en Venezuela, Brasil, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y México.