Empaquete mis pertenencias, se las entregue a un hermano y me mudé para un hotel. Me di un baño, me afeité la barba de dos días y me acosté con los brazos sobre los ojos. No dormí porque nunca duermo y me volví a levantar. Me eché agua de colonia en la frente y la nuca y bajé a la calle.
Compré el diario de la tarde, leí algo sobre un asesinato y caminé por la acera.
Me senté en un café, pedí un café y dejé que se enfriara.
El café se llenó de humo de cigarros, se oían toses y susurros y voces. Me levanté, pagué en la barra y telefonee a una mujer. Una sirvienta me respondió que la mujer no se encontraba y tranqué el aparato y cogí la calle de nuevo.
Caminé lentamente, ojeando los kioscos de los periódicos y compré una revista de caballos que doblé y metí en el bolsillo de la chaqueta. Alguien pasó en un carro y me saludó. No vi quién era.
Proseguí mi marcha, ahora por entre sillas y entré por un pasaje. Salí a la otra avenida, la atravesé y me detuve en la esquina para volver a telefonear a la mujer. Me respondió la voz de la vez anterior y me dijo que la mujer aún no había llegado.
Yo no había dado mi nombre. No me convenía dar mi nombre.
Continué mi marcha, extraje un cigarro y lo encendí. Aspiré fuertemente. Me detuve frente a un bar y pensé en un largo trago. Dudé, pero al final la imagen del vaso y del hielo me vencieron. Bebí sentado en un alto taburete. El bar estaba solo. Atendían dos mesoneros. Uno llamó al otro por el nombre de Emilio. Emilio tenía una corbata negra. Cuando terminé el trago me acerqué al teléfono y disqué. Esta vez me atendió la mujer que buscaba.
– ¿Cómo diste conmigo? – preguntó.
– Así, así, Jorungando.
Sentí un verdadero placer al creerla angustiada. Sonreí.
– Alguien tuvo que darte mi teléfono.
– Nadie. Tu misma lo anotaste. Tu misma, sin pensarlo, me diste tu dirección. la leí de tu puño y letra. Es fácil de ver cómo se condena la gente.
– ¿Pero no pensarás volver como antes?
– No, claro, más experimentado. Ahora no te me escaparás. No te salvarás. No tengo necesidad de apurarme.
– Alguien me traicionó.
– Nadie te traicionó. Fue una cosa de azar. Esperé dos años. Te busqué por la ciudad. Di no sé cuántos viajes. Un día entre en unos tribunales. Abro un libro y leo ahí tu nombre. No sé ni porque me encontraba allí. Acompañaba algún amigo tal vez. Revisé ese expediente y leí que pedías yo no sé qué clase de permiso para comprar esa casa en la dirección que anotas y todo lo demás.
No oí más que la respiración de la mujer por el otro lado. Un día se había ido con todo lo que me había costado «conseguir» en varios «trabajos». Había sido un monto nada desagradable para que dos personas que decían amarse se la pasasen juntos por toda una vida. Y encima pagué el carcelazo que me mantuvo dos años incomunicado o el tiempo que pasé saliendo y entrando al país con el pasaporte que no era mío.
Martes, Agosto 10 de 1982