José Sant Roz
- La más grande tontería, cursi en todos los lados y fondos por los que se le mire, ha sido esa frase atribuida a don Alberto Adriani: “Hay que sembrar el petróleo”. ¿Acaso sembrarlo para que los gringos se enfurezcan, cuando Pérez Jiménez tímidamente pretendió crear un banco latinoamericano sin el concurso de EE UU, y Ike Eisenhower de inmediato decidió derrocarlo? Ningún país puede impunemente sembrar algo en este mundo occidental por fuera de los intereses de Estados Unidos y de los viejos imperios europeos. “Sembrar” significaría utilizar el petróleo para desarrollarse independiente y soberanamente. Ese debía ser su único significado, ¿pero quién lo ha logrado en América Latina, con ese grandísimo súper Hegemón, vigilando y controlando cuanto hacemos?
- La decisión del presidente Eleazar López Contreras de nombrar ministro de Educación a Rómulo Gallegos, favorecía indirectamente los proyectos políticos de Betancourt. Gallegos veía en su eterno y mediocre alumno de literatura, Betancourt, a un joven audaz, ambicioso y capaz de provocar con su pluma y con su verbo una “revolución” en Venezuela; un joven que además sabía escuchar, con un conocimiento de los grandes problemas históricos y de la realidad nacional. Fue por intermedio de don Rómulo Gallegos que Betancourt conoció a Alberto Adriani, otro de los pensadores fundamentales de aquel momento que siguió a la muerte de Gómez.
- Largas discusiones solían tener Gallegos y Betancourt en el despacho de Adriani; coincidían en la prioridad que exigía la consolidación de una aristocracia del pensamiento, constituida por una selecta inteligencia para así poder rescatar ciertos valores de nuestros más eminentes hombres (no estaba incluido para nada Bolívar). Era una de las maneras ideales para poner en movimiento la fase inicial de la modernización del país. En este rescate se procedería como lo estaba haciendo desde hacía cien años la oligarquía santanderista de Colombia. A ninguno de estos tres personajes (Adriani-Gallegos-Betancourt) parecía interesarle el planteamiento emancipador del Libertador, que se basaba principalmente en contrarrestar el poder de Estados Unidos mediante la conformación de un poderosos bloque latinoamericano (el grandioso concepto de la Patria Grande). Adriani era de los que pensaba que el pensamiento bolivariano chocaba con el progreso tecnológico y científico, algo que también iba a influir profundamente en la fundamentación sensualista de los futuros líderes de Acción Democrática.
- Los tres (Adriani-Gallegos-Betancourt), pues, eran liberales de siete suelas, y coincidían en sus posiciones antibolivarianas con recios santanderistas colombianos como Germán Arciniegas y Eduardo Santos. Para los tres, uno de los puntos esenciales que debía contemplar el nacimiento de la nueva Venezuela (que para ellos apenas estaba entrando en el Siglo XX), estaba en promover una inmigración de raza blanca; igualmente consideraban indispensable, controlar e impedir por todos los medios posibles la entrada de negros provenientes de las islas vecinas. Por otro lado, se hacía indispensable comenzar de inmediato un gran programa educativo para formar técnicos, médicos, ingenieros, arquitectos y químicos. Todo lo que propendiese al desarrollo tecnológico. Para Gallegos esta era la única manera de contener a la barbarie. No sabemos cómo en aquella época podía avenirse esta «educada» posición de Adriani y Gallegos con la de Betancourt, quien sostenía cosas «groseras» como esta: «a los venezolanos no nos gusta sino nuestra tierra, y su gente retrechera y las arepas de chicharrón».
- Adriani, que había trabajado para Gómez, jamás había sido auténtico en sus estudios, y su filosofía estaba fundada puramente en ideas de los liberales europeos. Con una mezcolanza de lecturas no muy bien asimiladas, quería estructurar una nueva ideología capitalista y nacionalista. Para Adriani, por ejemplo, Juan Vicente Gómez había sido un sabio. En cada reunión con sus amigos políticos hablaba del gran resurgimiento alemán, del filósofo italiano Adriano Thililger, de Vaihilinger, Einstein y Spengler. Había pasado cuatro años como funcionario de la Unión Panamericana, indigestándose con el desarrollismo norteamericano. ¿qué otro papel podía jugar Betancourt al lado de Adriani que no fuese el del ir echando las bases de una organización que nos atase de por vida a los intereses norteamericanos?
- La admiración de Adriani por los Estados Unidos la iba a trasmitir a Betancourt y a los sesudos estudiosos de economía de la época. Adriani le aseguraba que no había nada más paternal, más humano, más serenamente dulce e industrioso que el mundo de la fornida América de Tomás Jefferson. Esta era la nación capaz de humillar o de destruir a cualquier mequetrefe país que por alguna razón o sin ella hubiese tenido el atrevimiento de agraviar a uno de sus hijos. Ahí estaba aún reciente el zumbido del restallar de fusta, con lo que le había pasado a Cipriano Castro, cuyos secretos e intríngulis, Adriani se conocía íntegramente. «¡Qué lección le habían dado, de Padre y Señor nuestro!» El joven experto en finanzas del gobierno de López Contreras, recalcaba en cada una de sus charlas que Estados Unidos prepara a sus hijos admirablemente para que despilfarren sus fortunas morales y materiales en beneficio de la humanidad; que los norteamericanos nada tenían que ver con los latinoamericanos (gente afligida por un maldito complejo de inferioridad, temerosos, apesadumbrados, mirando su propia sombra). Para Adriani, eso de andar escribiendo poemas incendiarios y haciendo inflamadas invocaciones a los manes de los próceres y abuelos batalladores, era gastar malamente pólvora en salvas. Él tenía la fórmula salvadora: había que seguir el ejemplo del progreso del Norte y copiar en todo y cada uno de nuestros proyectos y programas lo que los norteamericanos habían hecho para salir de abajo. No quedaba otra salida.
- Las tesis de Adriani sobre la inmigración las había tomado de académicos ultrarracistas, como los sociólogos gringos Roos y Stoddard, y el sueco Helmer Key109. Este último afirmaba que sólo una numerosa inmigración blanca podía resolver las crisis endémicas en que se debaten los países del trópico y encaminarlas hacia un futuro prometedor. La solución entonces estaba en exterminar a todo lo que no fuera blanco. Algo se había logrado ya con la exterminación de los indígenas, pero faltaba mucho por hacer todavía; quedaron demasiados negros, había llegado la hora de cerrar el dique, aunque se fuese a necesitar de mano de obra necesaria para mantener el negocio de las haciendas y feudos; ahora que estos esclavos constituían una de las grandes razones de nuestro atraso, se hacía inaplazable traer más blancos que poco a poco fuesen borrando la ignominia, la mancha horrible con que nos estaban degradando. Apreciaba Adriani el asunto de la raza, tal cual como se valora el negocio de la mezcla en el ganado, buscando buenos sementales, bestias para el engorde: sujetos corpulentos, «blancos y bellos, esbeltos». Es decir, lo entendía exactamente como los profesores y académicos norteamericanos, como un concepto fundamentalmente ideológico. Para nada era de extrañar que el ideal de vida para Adriani fuese el que él había visto en Estados Unidos, donde las condiciones de la naturaleza americana eran exuberantes y pródigas, y «la epopeya grandiosa de la conquista se había realizado por un milagro de energía vital». En su manera de pensar, de acuerdo con este razonamiento, coincide perfectamente con otro extraordinario racista criollo, Mario Briceño Iragorry. Mario Briceño Iragorry, como Adriani, llamaba «románticos» a los que criticaban a los españoles por su «cruel comportamiento, cuando tal cosa no hubo durante la conquista». Justificaba don Mario, la presencia de los conquistadores en América porque para él, todo eso estaba dentro un plan cósmico. Los indios, por ejemplo, para Briceño Iragorry no merecían ningún respeto, porque «la sangre aborigen quedó diluida en una solución de fórmula atómica en la que prevalece la radical española». Dándose ínfulas de civilizado, miraba con desprecio a nuestros aborígenes, y agregaba, por ejemplo, que era ridículo que a Guaicaipuro se le llamara héroe, porque «el héroe requiere una concreción de cultura social para afianzarse», y sigue añadiendo con alarde jurídico y retórico: «la defensa de un bohío podrá constituir un alarde de temeridad y de resistencia orgánica, pero nunca elevará al defensor a la dignidad heroica. Porque héroe, para serlo, en la acepción integral, debe obedecer en sus actos a un mandato situado más allá de las fuerzas instintivas: su marco es el desinterés y no la ferocidad». Esta era la concepción que se estaba difundiendo con fuerza en nuestras escuelas, liceos, universidades, academias y centros culturales. Un pensamiento enfermizo que amenazaba con hacernos, dentro de nuestra propia nación, unos parias mentales, unos desheredados sin tradición ni valores propios. Fue realmente una catástrofe humana que todavía estamos pagando, con una juventud sin moral, sin suelo al cual amar, sin historia, sin ética y cuyos sueños y principios están reducidos a las meras imposiciones del negocio de las modas, del consumismo: la disipación, la droga y la muerte de la imaginación. Luego a estos intelectuales les hizo falta desaparecer a Bolívar llenándolo de ritos, de cuentos, discursos y homenajes en cada efemérides patria, y lo lograron… Hasta que llegó 1998 (pero esto es otra historia).
- La élite intelectual que se imponía en el país en textos de estudio, ensayos, novelas, temas jurídicos, estaba compuesta enteramente por racistas que sostenían el concepto con el que se sugería que para alcanzar el desarrollo, el progreso industrial, nosotros debíamos parecernos a los europeos o a los estadounidenses. Y claro, en este desarrollo, los negros y los indios además de ser una traba complicada, no eran en absoluto prácticos para nada. En esto coincidían perfectamente Briceño Iragorry, José Gil Fortoul, Laureano Vallenilla Lanz, Mariano Picón Salas, Alberto Adriani, el propio Rufino Blanco Bombona (muy lamentable, por cierto) y por supuesto, Rómulo Gallegos. Alberto Adriani le explicaba a Gallegos y a Betancourt, por ejemplo, que según Le Bon, las razas mestizas como la de nosotros, heterogéneas en su sangre y cultura, son desequilibradas y por ingobernables. Que el mestizo flota entre impulsiones de antepasados e inteligencia, de moralidad y caracteres diferentes, por lo que para él, en la solución del problema de la raza se encontraban también vías para afrontar las dificultades de tipo económico y social: «la estabilidad política jamás se podrá lograr mientras domine el mestizaje». Para él, permitir que llegasen más negros a nuestra tierra era una amenaza para la concordia y un debilitamiento de nuestra posición internacional, sin duda porque por ello las naciones decentes nos iban a considerar más desgraciados, feos y miserables. Consideraba que se debía evitar el horror con que el mundo ve a Haití. Todo esto es así, aunque Betancourt haya escrito: «En 1929, en pulcra y cuantiosa edición oficial, circuló Cesarismo democrático, de Vallenilla Lanz, sicofante cínico e inteligente. Con citas fragmentarias de Bolívar y argamasa suministrada por historiadores y sociólogos reaccionarios —Hipólito Taine, Spencer, Le Bon— fabricó Vallenilla una tesis de circunstancia. Gómez era un producto telúrico, intransferible de un medio físico tórrido, de una raza mezclada y primitiva, de una economía atrasada y pastoril. Era el ‘tirano’, expresión fatal de ‘necesidad de los gobiernos fuertes, para proteger la sociedad, para restablecer el orden, para amparar el hogar y la patria, contra los demagogos, contra los jacobinos, contra los anarquistas, contra los bolchevistas». En un tiempo imprevisible, acaso el destino sería más benévolo con Venezuela, y para ayudar a las inexorables leyes de la historia señalaba el cortesano en plan de sociólogo una sola vía trajinable: «inmigración europea y norteamericana (sangre blanca) y oro, mucho oro para explotar nuestra riqueza». Para ese momento, sin alternativa posible, Gómez, el gendarme necesario, de ‘ojo avizor, de mano dura, que por las vías de hecho inspira terror y por el terror impone la paz’, según una frase de Taine citada por Vallenilla; y en preparación de un futuro acaso distinto, dinero extranjero invertido sin condiciones para acelerar el proceso de colonización de una nación con supuesta incapacidad para regir su vida económica; y torrentes de linfa caucásica, de «sangre blanca», para que los orgullosos británicos de la Shell y los texanos de la Standard, imbuidos de prejuicios raciales, pudieran sentirse más a gusto en un país donde ya hubiera desaparecido de la piel de los nacionales los rastros de la pigmentación mestiza». Si los blancos europeos realmente con sólo su límpida pigmentación y sus maneras son el vehículo para imponer lo más sano, humano y progresista sobre la Tierra, ¿por qué han sido la causa de dos monstruosas guerras mundiales en Europa y los procreadores de dos espantosos holocaustos, uno en África y otro en América? ¿Debían ellos, primero invadir, expoliar y destrozar continentes enteros, para que luego se les llamase a poblarlos, para salvarlos, para desarrollarlos y civilizarlos? Betancourt nunca polemizó con Adriani ni mucho menos con Gallegos. El famoso novelista detestaba a los negros y consideraba que eran las primeras causas de nuestro atraso. Betancourt hacía maromas con las frases para no parecer racista, pero sus actos y su poca o ninguna crítica a Adriani ni a Gallegos (seguidores además de la tesis de Vallenilla Lanz), muestra su verdadera posición a favor del progreso sin la inclusión de los negros, indios y mulatos.
- Para Adriani, había que implementar una política agresiva para evitar el peligro de la infiltración de negros antillanos, que no se debía andar en una actitud pasiva ante este grave asunto: “Ya no se discute el derecho de los países de inmigración de impedir la entrada de criminales, degenerados, enfermos, anárquicos y otros perturbadores políticos o de excluir a los individuos pertenecientes a razas inasimilables. Se debería prohibir la inmigración amarilla e india y restringir en lo posible la negra, marcando la preferencia por la inmigración europea”. Los tres (Gallegos, Adriani, Betancourt), además de estar influenciados por el pensamiento de Laureano Vallenilla Lanz, eran fervorosos seguidores de la escuela positivista. Para ellos se hacía urgente implantar un método por el cual se fuese haciendo converger a hordas y montoneras hacia moldes civilizados por medio de una superior dirección de la inteligencia. Ya en Reinaldo Solar, Gallegos planteaba que nos debíamos abrir camino hacia una democracia social, pero no haciendo hincapié en los partidos sino en la conciencia individual, trabajar desinteresada y patrióticamente por Venezuela: «Esto no es —decía—, ni debe ser, una institución de carácter político. Precisamente es contra esta tendencia que van encaminados los propósitos de la Asociación Civilista. La formarán hombres de todos los credos y agrupaciones, sin otra condición que la de la auténtica buena fe. Braceros, intelectuales, comerciantes, industriales, todos están dispuestos a cumplir el sencillo precepto fundamental: que cada cual cumpla su deber particular con honradez absoluta en su hogar y en su trabajo personal». En esta misma novela, sostiene: «Si esto se realiza, dentro de poco habrá en Venezuela un grupo de hombres bien inspirados, que sin aparatos ni bullangas y trabajando para sí, trabajen de una manera eficaz para el bien común». Este milagro, para él, sólo la educación podría lograrlo: «…nunca he creído que Gómez fuera la causa de nuestros males, sino la consecuencia del largo período de involución hasta la barbarie que venía siguiendo el país, casi desde los mismos comienzos de la república que culminó en Juan Vicente Gómez por razón natural».
- Es importante hacer notar que tanto para Gallegos como para Adriani, Gómez fue un mal necesario y hasta esencial para salvar a Venezuela. Por esto, algunos comunistas le recriminaron al novelista su permanencia en el país mientras un grueso de sus compatriotas hacía grandes esfuerzos por luchar contra la tiranía. Gallegos se explicaba ante Adriani, ante Betancourt y ante el pueblo todo: «Sobre este punto estoy yo absolutamente tranquilo, nadie puede decirme nada que me haga bajar la cabeza. Tampoco me voy a dar de héroe: hice el mínimo de lo que creí necesario hacer y basta». Dice Harrison Sabin Howard: “De esta manera permaneció para servir como maestro y sólo en 1931, cuando fue designado como senador de Apure se sintió obligado a exiliarse. Permanecer hubiera sido «venderse». Para Gallegos la barbarie no puede ser aniquilada; más bien se debe emplear la energía que la subyace para transformarla constructivamente, en ocasiones resulta incluso necesaria la primera ruptura de la tensión, con lo que se desahoga rápida y económicamente la agresión. En ocasiones, como una contribución personal a la propia madurez, puede enfrentarse cada cual con su propio ser primitivo en su totalidad, desafiar el mundo salvaje comenzando por reconocer y desafiar al salvaje que hay dentro de uno mismo”. En tal sentido, según Gallegos, hay que rechazar la esquizofrenia en que se encuentra el mestizo, quien vive en una irreparable guerra consigo mismo. La mezcla racial debe ser aceptada y reafirmada así como sus consecuencias naturales. «El problema más espinoso para Gallegos, y para cualquier evolucionista, era el de las contradicciones inherentes en el mismo sistema que estaba intentando reformar, contradicciones tan profundas que la reforma podría aliviarlas pero nunca eliminarlas. Su eliminación implicaba una revolución», y tanto Gallegos como Adriani le tenían pánico a las revoluciones.
- En definitiva, pues, Gallegos atribuía la injusticia tanto a la naturaleza inherente a todos los hombres como al sistema en que vivían. Decía en la novela Doña Bárbara: «Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro», lo cual era una total locura, una incongruencia, una estupidez. Lo genial que podía tener Doña Bárbara lo debía a nuestras mezclas, a nuestros llaneros y, en definitiva, al centauro que llevamos dentro. ¿Por qué matar a ese centauro que nos había dado la libertad tras la primera república, acaso porque representaba un peligro para los que aquí venían en plan de imponer sus negocios explotadores? ¿O porque esa era la manera que veía Gallegos de asimilarnos mejor a la cultura y a las imposiciones del imperio euroamericano? Se enfrentaba Gallegos a una confusión interior que le hería y destrozaba. La civilización europea y los adelantos tecnológicos de Estados Unidos lo desconsolaban y acomplejaban. Los tres, definitivamente, veían la pobrísima «calidad moral y humana» de nuestros maestros, vilmente alimentados, vilmente estafados y tan mal pagados. Por lo demás, y lo peor, una población casi indiferente y hasta regodeándose en su propio abandono, en el crimen, la desidia; plagado el Estado de un mar de funcionarios incompetentes, y el país todo ahogado en la incuria, el caos sanitario y el analfabetismo. En parte, también ese era el legado dejado por Gómez, pero ¡cuidado!, todavía no era conveniente hablar mal de ese régimen, sobre todo porque cualquier crítica también debía hacérsele, y principalmente, a los países europeos y a Estados Unidos quienes con todos sus poderes, a fin de cuentas, lo habían sostenido. Así era, Gómez no se había sostenido por sí mismo. Lo habían sostenido allí las grandes compañías petroleras y el que quiera conocer en detalle ese mafioso negocio, que se lea Venezuela, política y petróleo del mismo Rómulo Betancourt. Horas y horas pasaba Gallegos en su despacho revisando el trabajo que se hacía en las escuelas, donde el método por excelencia era la memorización y la carencia absoluta de análisis de los contenidos. Es insólito, pero eso se ha mantenido en Venezuela, incluso, hasta el presente. Nuestros muchachos no piensan. Nuestros maestros no piensan. La áspera disciplina incapacitaba al estudiante para la autodisciplina y la responsabilidad moral. Más bien tendía a ser hipócrita y mentirosa. Al oprimir la individualidad en la escuela, el maestro tendía también a cortar la iniciativa personal, y dejaba así a la gente pronta para los militaristas activos. Bajo los latifundios «el educador es el cómplice del tirano». Aunado a todo esto, tenemos a la que ha sido siempre otro instrumento remachador de esos tenebrosos oscurantismos: «El confesionario nutría en la élite la hipocresía y la indiferencia. Las alabanzas del clero a la humanidad, en los trabajadores, reforzaba su misión más que el sentimiento del derecho del trabajador a cultivar sus propias facultades. El convento ofrecía con frecuencia una solución escapista, en el mejor de los casos, el mensaje de la Iglesia era sobre todo irrelevante, y por lo tanto servía para retrasar la acción en pro de un cambio significativo. Por lo que toca personalmente a Gallegos, hay indicios que durante cierto tiempo su fe había desaparecido por completo… Esta concepción subrayaba que el estancamiento en la producción provenía de la idea tradicional del caudillo, de que la tierra era una propiedad feudal, y un arma para la conquista del poder político. No se consideraba como un recurso que debía ser incesantemente mejorado. Además, el caudillo no sólo descuidaba el mejoramiento de su propio campo, sino que se esforzaba por confiscar la tierra de los demás. El principal ejemplo fue el de Doña Bárbara, que simbólicamente representaba a Gómez». Durante un tiempo el novelista se obsesionó con que el problema también tenía que ver con la necesidad de una mejor dieta: «Hay que darse cuenta —en un discurso en la Cámara de Diputados el 23 de abril de 1940— de que el mal fundamental nuestro está en la mesa del trabajador. Todo lo demás viene por añadidura de esa insuficiencia, de esa incapacidad que tiene nuestro hombre de trabajo para producir y para comportarse con una energía humana. Yo he visto cómo se alimenta en los hatos el hombre que trabaja diez o doce horas a caballo, con un poco de frijoles y un pedazo de casabe. Con esta alimentación no se hace nada útil y el país degenera a ojos vistas. Es verdaderamente deplorable lo que está sucediendo… Y creo que este país no empezará a mejorar mientras no se supriman de una manera absoluta tres cosas: el alcohol, el chinchorro y el casabe».
- Igualmente, planteaba Gallegos, que los profesionales en general —médicos, abogados e ingenieros— debían retribuirle al Estado lo que éste había hecho y hacía por ellos (en cuanto a la promoción y el desarrollo de la educación gratuita), por tanto, tenía el derecho de exigir a cambio servicios de alta calidad, que debían prestarse en donde lo requiriese el bien público. Más tarde el propio Gallegos debilitaría todo este proyecto de reforma haciendo voluntario este servicio, lo que luego produjo el mercantilismo desaforado, sin sentido social, en todas estas profesiones. Los profesionales se convertirían en perfectos mercenarios al servicio de quien les pagara más, otro elemento de la tecnocracia que acabó deformando horriblemente a nuestras universidades, a nuestras instituciones.
- Otro error grave de Gallegos fue creer que América Latina requería de sus industrias para levantar nuestra economía, tal como fue tomado del programa del APRA: «…puesto que los Estados Unidos y otras naciones industrializadas necesitan materia prima para que su economía pueda seguir funcionando, se puede realizar un intercambio satisfactorio para ambas partes, si se frena el deseo de rápidos beneficios por parte de los poderes imperialistas y el de preservar la situación imperante por parte de los grupos dominantes de América Latina». Dice Harrison que la II Guerra Mundial determinó que Estados Unidos dependiera de los recursos energéticos de Venezuela, lo que animó a Gallegos a pedir de nuevo una justa participación. Gallegos había llegado a creer que Venezuela podía obtenerlos mediante reformas dentro de la relación existente, y esperanzado expresaba: «Pero es necesario que las bonitas palabras que están poniéndole música de serafines a la guerra actual, por parte de ustedes, se conviertan en realidades perdurables». Es decir, remata Harrison, que se pretendía realizar la revolución burguesa en Venezuela permaneciendo esencialmente en su papel de satélite de Estados Unidos.
- Ante el bajísimo nivel tecnológico que presentaba Venezuela, y que fue tema de largos análisis entre Gallegos, Adriani y Betancourt, se llegaba a la conclusión, que era imposible todavía, y por desgracia, dejar en lo inmediato de depender del coloniaje y de la cultura que, de manera voraz, nos imponían maquinaria extranjera. ¿Cuál podría ser la revolución que nos correspondería dirigir? Era la gran pregunta que iba y venía sin una respuesta clara y contundente. Para Betancourt había que empezar enterrando para siempre todo lo que representase el gomecismo y la secuela de esa administración semicolonial. Desmontar la Venezuela que estaba tal cual como la había dejado Guzmán Blanco, quien había intentado pasarla de colonia española a francesa, en su intento de gobernarnos desde su palacio en París. Alberto Adriani nombró a Betancourt jefe de servicio de su despacho, pero éste iba sólo a cobrar y a hablar (a decir del propio Adriani). Este ministro de Hacienda, no dejó ninguna obra perdurable, en verdad, era sólo un buen contabilista, que en cierta medida tuvo la virtud de saber ajustar algunos balances financieros en Venezuela.
- Los intelectuales y políticos de aquella época aspiraban civilizarlo todo; meter a las hordas bullangueras y montoneras en los cultos moldes europeos, por medio de una dirección superior inteligente. En Venezuela apenas si contábamos con 500 maestros para 450.000 niños en edad escolar, y escuelas no teníamos. Pero el problema más grave era el racismo que latía en las venas de estos doctos, que veían al negro y al indio como seres de raza inferior. Y así no se podía entender, ni elevar el nivel de nuestra educación, y aún menos abordar de forma satisfactoria el problema del conocimiento. En el primer capítulo de Doña Bárbara, Gallegos refiriéndose a El Brujeador, dice: «Su compañero de viaje es uno de esos hombres inquietantes de facciones asiáticas que hacen pensar en alguna semilla tártara caída en América Latina, quién sabe cómo y cuándo. Un tipo de razas inferiores, crueles y sombrías, completamente diferente del de los pobladores de la llanura».
- En la Cámara de Diputados, el 15 de junio de 1937, en un acalorado debate, con voz temblorosa exclamó: «He sido llamado de todos modos, desde negro hasta comunista, y no he abierto la boca para protestar… porque creo que esos insultos, esas injurias que hemos sufrido algunos hombres, son el precio de la sangre que no se ha derramado en Venezuela para esta transformación». ¿Por qué Gallegos tenía que asumir que llamarlo negro o comunista era un insulto? En aquellos tiempos ser negro o comunista era ya un estigma, y para la gente que iba a fundar el partido del pueblo, Acción Democrática, el más popular del país y que habría de estar fuertemente nutrido de Juan Bimbas, negros, mulatos y zambos, estos seres había que verlos como meros elementos clientelares, mercancía al mejor postor para el negocio del voto y para la eterna demagogia partidista. Adriani persuadió a Rómulo para que iniciase una campaña en contra de esa «horrible opinión», tan extendida, que lo ligaba a las ideas comunistas. Que él, Adriani, junto con otros amigos, iban a hacer cuanto pudiesen para sacarle ese estigma de comunista. Adriani, hombre con visión, práctico, le daría las primeras indicaciones para pasar de las palabras a la acción. Le advirtió que todos los dirigentes comunistas importantes de entonces querían todo menos gobernar; que para gobernar hace falta despojarse un poco de la obsesión de las ideas y de los principios, y ser esencialmente práctico en todo. Fue cuando recrudeció en Rómulo la manía por limpiar su antepasado político. Le iba a costar bastante. Los conversos quedan marcados para siempre. Son, a decir de Arthur Koestler, las molestas Casandras que tendrán que pregonar una y mil veces, por los cuatro vientos, que aquel cielo por el que tanto lucharon no es en verdad sino el peor de los infiernos. Para esta misma época, Betancourt hizo amistad con el escritor Mariano Picón Salas, quien era una de las más talentosas personalidades de entonces. Manejaba una prosa moderada, prudente, serena y abordaba los conflictos de la nación, «sin las muletas ni las muecas ideológicas de los marxistas». El primer discurso que Rómulo pronunció, luego de volver al país, fue el 1º de marzo de 1936, en el Nuevo Circo. En este discurso Rómulo tembló de ira reclamando la vileza de nuestros políticos que permitían que el destino de Venezuela se decidiera en el extranjero129. Betancourt adquiere una visión clara de cómo debe dirigirse el país: ante todo robustecer el Estado y disciplinarlo para luego emprender una labor pacífica y ordenada de transformación. Hay que reconocerle que en esto estaba mucho más lúcido que los comunistas. La función del comunismo entonces era subvertir, ya fuese desde el gobierno o desde la oposición. El error de la tesis de Betancourt radicaba en su furibundo egocentrismo, que se expresaba en la creencia que era él quien tenía el secreto de cómo llevar este orden, estrecha visión que lo conduciría a atentar contra el gobierno de Isaías Medina Angarita. Rómulo no perdía el tiempo, y en el famoso Bloque de Abril cerró filas con los ultraizquierdistas para atacar al gobierno de López Contreras. En su labor de zapa a favor del orden establecido (gomecista), Betancourt propone aceptar ir al Congreso de la República dejado por el dictador, con el pañuelo en la nariz.