(En la gráfica se aprecia el día en que casi matan al vicepresidente de EE UU Richard Nixon en Caracas)
RICHARD NIXON EN EL CANDELERO
Betancourt es el padre
de la democracia moderna
LUIS MUÑOZ MARÍN
La salida de Pérez Jiménez produjo un gran revuelo en la Casa Blanca.
Nada era claro, los informes alarmaban por el «maldito peligro siempre latente del comunismo», un fantasma que ahora venía devorando incluso a quienes lo habían creado. Cuando la Junta decide aumentar los impuestos a las compañías petroleras, Duke Haight, presidente de la Creole Petroleum, exclama: —¡They can’t do that to us! Se queja ante la Casa Blanca de esta decisión, llama a la nueva Junta de Gobierno y ésta no se digna responderle; es más, le cancela la visa, por lo que no podrá ir a Venezuela a plantear sus quejas directamente.
Todo el mundo se preguntaba en Caracas: ¿A qué podría venir Nixon, luego que Estados Unidos le confirió a Pérez Jiménez la Legión del Mérito en el grado de Comandante en Jefe, «por su conducta excepcionalmente meritoria en el desempeño de elevadas funciones», y cuando Venezuela toda celebraba ardorosamente la caída del dictador?
Decía textualmente este reconocimiento a Pérez Jiménez, firmado de puño y letra por el presidente Dwgiht D. Einsenhower, en la Casa Blanca:
Su Excelencia el Coronel Marcos Pérez Jiménez, en su condición de Presidente de la República de Venezuela y también con anterioridad, ha puesto de relieve su espíritu de colaboración y de amistad hacia los Estados Unidos. Su política sana en materia económica y financiera ha facilitado la expansión de las inversiones extranjeras, contribuyendo así su administración al mayor bienestar del país y al rápido desarrollo de sus inmensos recursos naturales […] su constante preocupación ante el problema de la infiltración comunista ha mantenido alerta a su Gobierno para alejar la amenaza existente contra su propio país y el resto de las Américas. Además, su conocimiento de la similitud de intereses de los Estados Unidos y Venezuela, ha permitido que las relaciones tradicionalmente cordiales entre los dos países sean mejores que nunca.
Con tantos informes en su despacho, el experto manipulador de Richard Nixon, le plantea a Eisenhower que se debe llevar todo este asunto con mucha calma. Que él, Nixon, debe ir a Caracas porque puede tratar con firmeza los asuntos vitales que interesan a ambas naciones. Estaba claro lo que Nixon quería: «arriesgarse», sabiendo que cuenta con los misiles y acorazados yanquis para meterse en cualquier cueva de lobos, y luego regresar a su patria como un héroe.
Todo esto sucede mientras está preparando su nominación para las próximas elecciones. Así lo contó en su libro Six crises, en el que revela que lo de Caracas fue uno de los momentos más críticos y terribles en su vida política («one of the worst of my life»).
Como Washington no da puntada sin dedal, lanza una amenaza a la Junta: Estados Unidos reducirá las importaciones de petróleo por razones internas. Todos estos movimientos realmente requerían de Venezuela una respuesta contundente, y por supuesto de un mandatario con carácter. El primer sondeo que se hizo fue pulsar el estado de la agitación política nacional, para luego poder presentar una posición ante este anuncio.
En esos días de gran agitación, muchos informes llegaban diariamente al embajador americano, Dempster Macintosh, un magnate del negocio del acero, gran amigo del Comité Nacional Republicano y dueño de la United States Steel, que trasladaba a su país 17 millones de toneladas de mineral de hierro al año. Fue en medio de esa gran tensión, cuando la administración Eisenhower decide enviar a Richard Nixon. Ya se sabía en muchos sectores de Estados Unidos, que esa visita había sido planificada por el propio Nixon para favorecer sus proyectos personales.
A principios de mayo, el subsecretario adjunto de Estado, Robert D. Murphy, expresó al Comité de Relaciones Exteriores del Senado, que el propósito de la gira del vicepresidente era promover un mejor entendimiento entre Estados Unidos y Suramérica. Que varias naciones de este continente pedían que algún alto funcionario les visitara.
Luego se supo que esta declaración de Murphy era totalmente falsa, sobre todo en lo relativo a la invitación por parte de Venezuela, y que sencillamente este señor había sido muy bien manipulado por Nixon.
Además de la condecoración al dictador, otro de los hechos que mostraba que Venezuela no se sentía en modo alguno satisfecha con la política de Estados Unidos, radicaba en que la administración de Eisenhower les había ofrecido refugio al ex dictador y al ex jefe de la Seguridad Nacional. El Gobierno de Venezuela no quería para nada a Nixon ni a ningún alto funcionario estadounidense en su suelo, y es por ello que la embajada norteamericana le manifiesta a Washington, con total claridad, que no es el momento apropiado para que Nixon se presente en Caracas. Con distintos documentos se les explicaba que no se le podía brindar suficiente seguridad, y que en ese instante, en nada favorecería tal visita a un mejor entendimiento entre ambas naciones.
Sin embargo, la Casa Blanca hizo oídos sordos a tales pedidos y en cambio, el Departamento de Estado les aclaró que ya el viaje estaba decidido y que la embajada debía exigir a la Junta, en términos inequívocos, la tramitación de la invitación en el lapso máximo de 24 horas, lo cual no pudo concretarse.
Se difundió, pues, en los medios internacionales que el vicepresidente Nixon visitaría Venezuela. El domingo 11 de mayo, grupos de estudiantes de la Universidad Central de Venezuela desfilaron con un burro, sobre el cual colocaron una efigie de cartón del inoportuno visitante con la leyenda: «Viva el burro, abajo Nixon». Eran unos 7.000 estudiantes que siguieron al burro por todas las dependencias de la UCV.
El día 13 por la mañana, aterrizó en Maiquetía el poderoso avión DC- 6, con las siglas en colores rojo, blanco y azul, de la US Air Force. A los pocos minutos, aparecieron en la ventanilla el vicepresidente en un traje azul oscuro y su señora Pat, con un vestido rojo y con sombrero.
Se tendió una alfombra roja al pie de la escalerilla y al frente se alinearon algunos funcionarios enviados por la Junta. Nixon alzaba las manos y sonreía al ver que en el fondo un grupo de personas gritaba.
Pronto aquellas amplias sonrisas de los Nixon desaparecieron, y una multitud hostil en el balcón de la terminal y a lo largo de su camino, comenzaron a gritar e insultarle: ¡Fuera!, ¡No te queremos!, ¡Váyanse de nuestro país!, al tiempo que agitaban pancartas que decían: «Go home, Nixon», «Go away, Nixon», «Out, dog», «We won’t forget Guatemala». La señora de Nixon trataba de sonreír al tiempo que los ánimos se caldeaban. Había que seguir hasta el estacionamiento frente a la terminal, pero cuando se acercaron a los balcones, les cayó la primera lluvia de escupitajos; con grandes dificultades la señora Pat pudo protegerse, por las amplias alas del sombrero que llevaba, pero el vendaval continuó aun cuando estaban ya sentados en el Cadillac. A Nixon se le metió a empellones en el carro para evitar mayores afrentas, y la caravana inició el ascenso a Caracas.
Sin dirigentes que guiaran aquella protesta, por atavismo anticolonialista, podríamos decir, nuestro pueblo se echó a la calle. Los medios de comunicación poderosos seguían callados, y en muchos patriotas (sin ser comunistas ni de izquierda) explotaban los recuerdos de lo que los estadounidenses hicieron con Bolívar, Cipriano Castro, Medina Angarita, Rómulo Gallegos y Carlos Delgado Chalbaud, y de cómo ellos nos impusieron, a sangre y fuego, las dictaduras de Gómez y Pérez Jiménez. Aquella multitud iba cegada por la necesidad de justicia, y en verdad que en muchos se desató el deseo de atrapar a Nixon y colgarlo de algún poste. Hubiese sido el hecho político más grandioso en siglos en toda América Latina.
En la entrada a la capital, en medio de grandes ruidos y alarmas, Nixon y señora comprobaron que lo peor estaba por llegar: les esperaba otra multitud de furiosos estudiantes. Los agentes del Servicio Secreto que acompañaban al vicepresidente, desenfundaron sus armas. Las ventanas laterales fueron destrozadas a pedradas. Menos mal que no dispararon. El Cadillac negro con placa 63-CD, de matrícula diplomática, quedó seriamente destrozado por los objetos que le lanzaban. Las ventanillas traseras estaban hechas añicos, el capó, el techo y el parabrisas llenos de salivazos, como si hubiesen bañado al carro con engrudo blanco. El limpiaparabrisas se había quedado atascado, y era difícil conducir. Iban un poco a ciegas. El largo carro negro, con la banderita gringa, de las barras y las estrellas, trataba de salir de la avenida Sucre, pero las turbas que bajaban de todas partes, le cerraban el paso; la comitiva del alto personaje, asediada, comenzó a implorar por protección, y la embajada, al tanto del peligro, le exigió al gobierno que dispersara la multitud, a menos que se responsabilizaran de cualquier tragedia que pudiera suceder. Todo se desarrollaba vertiginosamente; Larrazábal conferenciaba con Betancourt, Caldera y Villalba, solicitaban consejos: ¿Qué hacemos?, se preguntaban. Los alrededores de Miraflores estaban atestados de manifestantes que esperaban a Nixon.
«Se tomó la decisión de correr e ir directamente a la residencia del embajador, donde los Nixon se instalarían el resto del tiempo de su visita». Una vez allí, las tropas estadounidenses procedentes de la embajada, marines de la misión militar, montaron guardia en la residencia. Nadie allí se sentía seguro y se esperaba lo peor; durante un rato estuvieron a la expectativa de un ataque que no se llegó a materializar. La casa del embajador se encontraba en La Florida, hermosa residencia en la cima de una colina circundada por un barrio suburbano, de difícil acceso y al que no llegaba ningún transporte público. En aquel momento el señor Russ Olson, miembro de la embajada, que acompañaba a Nixon, hizo el siguiente juicio: «Años en América Latina me han convencido que sus revolucionarios, todos alborotadores y cosas por el estilo, podrán correr el riesgo de ser golpeados, asesinados y torturados incluso en sus luchas, pero si se trata de caminar muy lejos o permanecer en las calles bajo la lluvia, eso nunca. Hasta ahí les dura su fortaleza».
Toda la delegación que acompañaba al vicepresidente, concordaba en que la mejor decisión de aquel momento fue haber huido a la residencia del señor embajador. Que eso les había salvado la vida. En el Panteón, donde se esperaba que el vicepresidente depositara una ofrenda floral en la tumba del Libertador, se presentaban serios disturbios. Estallaban bombas molotov, y el comandante de la Guardia de Honor del Panteón tuvo que hacer a la policía implorantes pedidos de ayuda para contener a los revoltosos. Las tropas que allí llegaron recogieron más de doscientos coctéles molotov. Los planes para esta visita de Nixon fueron totalmente desechados. Cuánto deseaba el funcionario Russ Olson que una fuerza estadounidense ingresara al país «para contener a tantos bárbaros».
Nixon admitía que él y su esposa habían pasado por una experiencia desgarradora. Mientras la señora Pat se bañaba y cambiaba, Nixon en la terraza de la residencia del embajador, atendió una conferencia de prensa. En sus declaraciones se filtró el tema político nacional. Atacó directamente a los comunistas, y no hubo nadie en el gobierno que lo colocara en su lugar.
En el ínterin, se supo que el presidente Eisenhower había ordenado a sus tropas mantenerse en alerta en el Caribe, aunque Nixon aclaró que tal movilización era por una simple precaución, «porque hemos tenido informes de la gravedad de los hechos». Ciertamente, el gobierno de los Estados Unidos había tomado las previsiones para una acción de comando, con una fuerza de paracaidistas sobre Caracas, en caso que la situación se hubiese tornado incontrolable. Tenían los norteamericanos cien aviones de combate en Puerto Rico, y el pretexto era preservar la vida del vicepresidente. Foster Dulles informó que cuatro compañías de paracaidistas y soldados de infantería estaban siendo trasladados a bases militares en el Caribe. «Unos salieron de Fort Campbell en Kentucky, otros de Campo Lejeune, en Carolina del Norte, y otros de una base aérea en Tennessee559». Hay que reconocer la manera digna como se portaron algunos miembros de nuestras Fuerzas Armadas, que detuvieron a varios oficiales norteamericanos de la embajada gringa, que le estaban enviando señales a unos «barcos de la posta de La Guaira, en acciones de espionaje, indicándoles los sitios por donde podían desembarcar… a algunos de los detenidos los sacaron al exterior».
Un cable de la AP de ese mismo 13 de mayo, decía: Cuatro compañías de paracaidistas y soldados de infantería están en viaje a la zona del Caribe, como resultado de los actos de violencia contra el vicepresidente Richard Nixon hoy en Venezuela. Aproximadamente 1.000 soldados participan en el traslado a las bases en el Caribe. Dos compañías aerotransportadas suman alrededor de 500 hombres y las de infantería de marina son más o menos la misma cifra… La infantería aerotransportada de la 101 División Aérea de Fort Campbell, viaja en aviones de transporte tipo C-130, Kentucky, nuevo aparato de transporte de turbina y hélice de reciente diseño y gran velocidad. Los infantes de marina salieron de Campo de Lejeune, Carolina del Norte: dos compañías con sus equipos completos de combate, pertenecientes a la famosa Segunda División de Marina, partieron esta noche por vía aérea a la base de Guantánamo, Cuba… Entre las bases norteamericanas cercanas a Venezuela, figuran Puerto Rico y Trinidad.
Foster Dulles presentó la operación simplemente como un contingente que se movilizaba para cooperar (a pedido) del gobierno venezolano, y simplemente por medidas de precaución, sin dejar de recalcar el mismo cable: «Si hay falta de voluntad, de deseo o capacidad para hacerlo, deseamos saberlo inmediatamente».
Betancourt, que conocía muy bien a Foster Dulles, entendió que aquello tendría serias consecuencias. Allí estaba el caso de Guatemala en el que Foster Dulles jugó el papel principal. Betancourt pidió serenidad y se comunicó con la embajada americana. Cuenta Sáez Mérida que llegó a la casa del partido en La Florida fuera de sí: Pegaba gritos, batía puertas, entraba y salía de la oficina de la Dirección Nacional sin control alguno, y cuando se dio cuenta que no compartíamos sus puntos de vista, que nuestra cólera no era contra los manifestantes que repudiaron a Nixon, sino contra la decisión norteamericana de movilizar tropas contra el país, se fue de la sede nacional antes de que llegara la totalidad de los miembros de la Dirección para hacer una reunión de emergencia… como era su costumbre, declaró por radio, por su propia cuenta y riesgo, pero diciendo: «formulo esa condenatoria y ese repudio en nombre de mi partido Acción Democrática». Lanzó un discurso colérico sobre la marcha, cuyas líneas no se habían discutido en la Dirección de AD ni mucho menos aprobado; dijo que buscaría a Villalba y a Caldera para intercambiar puntos de vista. Efectivamente se reunió con ellos, y se fueron a la radio y a la TV; cada uno pronunció un breve discurso sobre los sucesos que tenían como centro el repudio de la protesta contra Nixon, pero la más estridente fue la de Betancourt, quien calificó las jornadas populares de repudio a Nixon como una «hora innoble» vivida por la ciudad de Caracas.
Al conocerse las posibilidades de una acción contra Venezuela, en las Fuerzas Armadas nacionales hubo una gran movilización, tanto de los bandos de la derecha como de los simpatizantes de la izquierda, que se prepararon para repeler una posible invasión.
Richard Nixon en ningún momento presentó sus credenciales ante el presidente de la República. Había venido a ver de cerca su backyard, para pulsar el nivel de los gritos de Yanqui go home y para burlarse de eso que ciertos pueblos sacan a relucir, con todo derecho de «respeto a la soberanía nacional». Había venido porque previamente lo consultó con Rómulo Betancourt, en momentos en que se habían desatado las acciones para salir de Pérez Jiménez. Su relación con Betancourt databa de 1949, a raíz de una visita que éste hizo a Washington; más tarde se verían en La Habana en 1950 (en la Conferencia Pro Democracia y Libertad, organizada por Frances Grant), cuando se debatía la tesis de un nuevo orden para América Latina, sin gobiernos dictatoriales.
La Junta se sintió muy confundida al enterarse de los escupitajos lanzados a los Nixon. Ante «repelente ignominia», Betancourt entró en un trance de incontenibles irritaciones. Hay que tener en cuenta que Nixon en ese momento era el político norteamericano con mayores conexiones con Rafael Leonidas Trujillo, y aquella visita llevaba implícita la realización de ciertos reacomodos para una nueva geopolítica en el Caribe. Es el mismo Rómulo, el mejor enterado de estos planes. Planteaban los expertos gringos en Guerra Fría:
En Venezuela queremos paz y por nada del mundo podemos permitir actos irresponsables que coloquen a la región en una alto grado de inestabilidad social.
A Betancourt no le queda otra cosa que pedir:
—¡Calma, calma… un país que no respeta a sus «amigos» (ricos que mañana pueden invertir) estará destinado a vivir en un pertinaz fracaso y en una incurable miseria! Son cosas para él, sencillamente de sentido común. Hubo fuertes presiones sobre Larrazábal para que se dirigiera hasta la residencia del embajador gringo. Él vacilaba:
—¿Yo? Yo no tengo por qué ir allí a saludar a nadie. No señor, yo soy el presidente de la República. Cómo me voy a rebajar a eso. Es a él a quien corresponde venir a Miraflores.
Voces y manos peludas se agitaban desde los altos mandos adecos. Para un caso tan delicado, a nadie más indicado para pedirle un consejo que a Rómulo Betancourt. Se le explicó a Larrazábal que así actuaba la diplomacia estadounidense, rompiendo reglas y esquemas, colocándose por encima de los protocolos y de las leyes internacionales. No faltó quien le dijera:
—Si usted tiene aspiraciones presidenciales, le aconsejo que se acerque a la residencia del embajador. Pues bien, lo hicieron cambiar de idea y a los pocos minutos de una plática con sus asesores, solicitó que lo llevaran ante el vicepresidente norteamericano.
Simultáneamente a esta decisión, nos encontramos a Betancourt actuar sin cortapisas; dirige un discurso frontal contra los «irresponsables de ese radicalismo izquierdista». Se dirige a la televisión y ante las cámaras califica la acción de la poblada que atacó a Nixon de «insólita falta de educación para con un importante visitante extranjero». Se le ha dejado, pues, campo libre a la voz de la experiencia. Los empresarios, la Iglesia, los partidos, giran alrededor de las decisiones de este hombre quien evidentemente tiene un enorme ascendiente sobre los que en Washington toman las decisiones para América Latina.
El PCV hacía maromas para no aparecer como culpable de la agitación y le pide calma a su militancia: que no vaya a caer en provocaciones que lesionen el espíritu unitario. La unidad tenía que construirla el PCV con un gran acto de masas, pidiendo la expulsión del país del verdadero provocador. Porque para eso se encontraba Nixon entre nosotros.
Sumergido el país en tan grave situación va Eugenio Mendoza a palacio dizque para tratar de calmar los ánimos. Larrazábal le mira desconcertado, presionado como se encuentra por militares patriotas que ahora le reprochan su servilismo ante quien nos insulta y nos arremete. Mendoza se lo encuentra con cara de perro, porque late en sus sienes una dura reconvención que le han hecho sus compañeros de armas y que más adelante la historia le cobrará su felonía.
—¡No estoy para hablar con nadie!, le dice a don Eugenio, incluso, descontrolado le grita: «¡Nixon, no!» Seguidamente, como si hubiese cogido un desconocido impulso interior, va y solicita la exclusión de la Junta, de Mendoza y de su íntimo, Blas Lamberti. Se presenta pues una crisis de Gabinete. Se le sigue sacando partido el misil gringo lanzado contra el país y que sin ninguna duda forma parte de un plan muy bien concebido en Washington por Betancourt, Frances Grant, Serafino Romualdi y Pepe Figueres.
Para solventar aquella crisis, a Larrazábal no le queda otra opción que incorporar a la Junta a otro caimán del mismo pozo de Mendoza: al derechista y multimillonario Arturo Sosa. El vicealmirante trata de explicarle a sus compañeros de armas que lo va a balancear con la incorporación del conservador nacionalista, Edgar Sanabria.
Hay que hacer notar que Eugenio Mendoza había venido fastidiando a Larrazábal con que se le permitiera entrar en el negocio petrolero, y Sanabria le atacó con determinación haciendo ver que tal aspiración era antipatriótica e insolentemente personalista, que en nada favorecería el desarrollo del país.
Betancourt, atento a los «agravios a Nixon», se comunicó con sus colegas Caldera y Villalba para pedirles que como máximos dirigentes de sus partidos, salieran a dar declaraciones condenando los actos violentos. Betancourt seguía insistiendo ante la prensa:
Hoy ha vivido nuestra ciudad, ilustre por mil títulos en la historia de las luchas por la libertad, una hora innoble. Agitadores irresponsables, procediendo a espaldas y contra arraigadas tradiciones venezolanas, han promovido motines contra el vicepresidente de los Estados Unidos, señor Nixon, llegando al extremo insólito de haber irrespetado a su esposa, así como a las de los funcionarios del Ejecutivo venezolano que la acompañaban […].
Washington parecía encontrarse desinformado, porque las comunicaciones con Caracas se habían interrumpido. Para medio transmitir algo de lo sucedido se buscó una antena en el Círculo Militar, por medio de la cual se pudo crear lo que se denomina un phonepatch con la residencia del embajador. Se conectaba a un operador en Maryland, que a su vez se pudo parchear con el Departamento de Estado. Fue mediante este recurso de radioaficionados como se mantuvo medio informada a la Casa Blanca, hasta que se restableció el servicio. Russ Olson se preguntaba años más tarde: «Who knows what would have happened if this jerry-rigged operation hadn’t worked? Would Eisenhower have sent troops in to ‘save’ his Vice President?».
Lo que no se puso en el expediente de Nixon sobre su «regreso triunfal», fue que él le había solicitado a la Casa Blanca y al Departamento de Estado, que se le preparara una esplendorosa recepción en el Aeropuerto Nacional de Washington, que incluyera un reconocimiento especial para Pat.
A punto de finalizar su visita, Nixon llamó al gobernador Luis Muñoz Marín para decirle que iba a pasar una noche en Puerto Rico; quería dar suficiente tiempo a Washington para que los preparativos de la ceremonia de bienvenida fuesen de lo más vistoso y sublime posibles, para que todos los medios estuviesen presentes, con sus luces, cámaras, grabadoras y micrófonos.
Para despedirlo, a lo largo de los 20 kilómetros entre el Club Militar, donde almorzó con la Junta (el único momento en que salió de la residencia durante toda su visita), y el aeropuerto, se dispusieron tropas en la ciudad a cada lado de la ruta. Todos los soldados llevaban máscaras antigases. Tomaría el avión nueve horas antes de lo previsto.
Antes de emprender el vuelo de regreso, Nixon les dio las gracias a los agentes gringos que le protegieron y les dijo, que lo peor que había sufrido fue ver como esos «cerdos» escupían a su esposa en la cara.
REACCIONES A LA VISITA DE NIXON
Sáez Mérida sostiene566 que el dispositivo invasor que se activó con la presencia de Nixon en Caracas, tuvo un gran parecido con la Operación América que se armaría en diciembre de 1963 en el golfo de Morrosquillo, en la costa atlántica colombiana. Para esa época, en que trascurría el año 1958, no se pretendía encubrir la acción con las caretas de la OEA y el TIAR.
Nos refiere Sáez Mérida que durante el mes de mayo de ese año, varios adecos estuvieron con él «discutiendo y procesando los sucesos», y agrega:
…damos fe del estado de arrebato en que se sumió. Y la furia no era contra la amenaza norteamericana de desembarcar marines en Venezuela, pues nunca la condenó ni privada ni públicamente, sino contra los manifestantes que protestaron a Nixon, a los cuales calificó con los peores epítetos y a quienes embadurnó con su anticomunismo visceral y sorprendentemente calculado.
Una vez que Nixon dejó el país, todos los partidos protestaron las excesivas medidas militares tomadas por aquel hecho. Con ocasión de estos incidentes, Nixon cínicamente declararía: «Esto demuestra que Latinoamérica debe recibir más atención de Estados Unidos».
Aunque parezca insólito, la presencia por un solo día de Nixon en Caracas consiguió romper cierta unidad que se había logrado el 23 de enero. El gobierno se fue derechizando, tornándose asustadizo ante el fenómeno de la agitación popular.
El vicepresidente Richard Nixon había estado de visita en otras siete repúblicas latinoamericanas ese mayo de 1958, y únicamente en la Nicaragua de Somoza, a fuerza de bayonetas, pudo ser bien recibido.
En la revista Cuadernos se abrió una discusión con crudos análisis sobre la lluvia de salivazos que cayeron sobre Nixon y su señora.
Betancourt entonces opinó que ese viaje de Nixon marcaba la hora crítica del panamericanismo. El escritor peruano Luis Alberto Sánchez trató de dorar la píldora diciendo que entre muchos de los promotores de los desórdenes, había gente de pura línea democrática, incluyendo a muchos sinceros anticomunistas mezclados con los revolvedores comunistas y profascistas. Que después de todo, ese desagradable incidente diplomático podría acabar resultando provechoso, y más bien conduciría a una revisión total de la política americana. Ciertos ingenuos aún creen que alguna vez en la existencia de los Estados Unidos, este país ha actuado movido por alguna causa verdaderamente humanitaria. Ya todos sabemos que el imperio norteamericano entró a la II Guerra Mundial por dos causas: por el ataque a Pearl Harbor y por la defensa de sus intereses mercantiles en el mundo, jamás por ir proteger a los judíos, la justicia, la libertad ni menos luchar contra los nazis (con quienes tenían grandes coincidencias en todos los terrenos financieros).
La lección, dirá Arciniegas en Cuadernos, «debió sorprender a Eisenhower más que a ninguno otro» y «habría sido completa sin el alarde inútil de los paracaidistas y marinos que enhoramala convocó el presidente… ¿Porque no había acaso declarado Nixon que la política de Washington era equivocada, que el Departamento de Estado estaba obrando sobre una vasta información defectuosa y que para sorpresa suya, el resentimiento de los pueblos contra las dictaduras era mucho más profundo que cuanto hubiera podido imaginarse?» Otros se preguntaban, «¿Y acaso no bastaba comparar esta actitud con lo que hubiera sucedido de haber sido Kruschev o Bulganin los apedreados en las calles de Varsovia, Budapest o Praga para tender la mano y apostar por el diálogo?».
Cuadernos «dio la pelea» porque no deseaba que este punto pasase inadvertido; se compararon extractos del discurso de Nixon a su regreso a los Estados Unidos, con el pronunciado por Kruschev tras su viaje a Yugoslavia. Arciniegas insistió siempre, en su estilo pitiyanqui, de favorecer la posición del vicepresidente norteamericano:
Es posible que en el fondo haya habido esa mala información de que se ha quejado Mr. Nixon. Es posible que se les haya extendido un crédito excesivo a los informes interesados de ciertos inversionistas para quienes es mucho más grato, sencillo y lucrativo tratar con dictadores venales que con parlamentos difíciles. No tiene ahora el presidente en Washington sino repasar la historia de los gestos de su administración frente a los dictadores, para ver que fueron equivocados… seguramente sin saberlo.
Muchos políticos e intelectuales, con lo sucedido a Nixon, llegaron a tragarse el cuento que el gran vecino del norte se iba a mostrar abierto a considerar las posiciones de los liberales y progresistas latinoamericanos, para plantear un verdadero diálogo de rectificación de viejas y miserables conductas colonialistas. Claro, la enfilaron contra las dictaduras, reforzando la tesis que pronto iba a ser expuesta en la Doctrina Betancourt. ¿Cuándo se ha visto en la historia, que con estas conductas débiles y cobardes los pueblos pueden llegar a liberarse de sus tiranos? He allí por qué la única salida digna que cabe frente a los imperialistas es la firme determinación de no aceptar en absoluto una sola de sus presiones, tal cual como en su momento lo hicieron Cipriano Castro, Medina Angarita y ahora Hugo Chávez.
Para Washington, todo lo relacionado con nosotros estaba muy claro: un país subdesarrollado económicamente vive entre golpes de Estado y permanente inestabilidad; los inversores privados permanecerían en estos países suspicaces, a menos que pudieran invertir en áreas que dieran ganancias rápidas, como las exportaciones de minerales y productos agrícolas. De resto, más nada importa. Una inversión que beneficiaría únicamente a un pequeño sector y los desequilibrios persistirían impidiendo el surgimiento de una clase media y empresarial realmente nacionalista, económicamente fuerte y consciente de su rol político en nuestra sociedad… Una posición que en todo caso también atentaría contra los inversionistas norteamericanos porque, para éstos, ningún desarrollo ni ninguna posición soberana sobre nuestros recursos en América Latina, favorecería sus intereses.
A raíz de estos sucesos, inmediatamente José Figueres (quien justamente estaba terminando su mandato), se dirigió a Washington, para explicar las terribles causas del incidente con Nixon. «No se puede escupir sobre una política internacional, que fue lo que se trató de hacer en Caracas», manifestó al llegar a la Casa Blanca. Iba sumamente preocupado por órdenes de Betancourt para que en Washington se procurara entender que si no se le daba apoyo a las fuerzas democráticas como AD, Copei y URD, Venezuela entraría en una guerra civil, lo que redundaría en beneficio de los comunistas. Insistió en que América Latina apoyaba a los Estados Unidos en la Guerra Fría, pero aclaró:
—Si ustedes le hablan a Rusia de dignidad humana, ¿por qué titubean tanto para hablarle de dignidad humana a la República Dominicana? Muy buena pregunta. Figueres afirmó que los Estados debían cambiar su política en Latinoamérica y que no podían sacrificar los derechos humanos a causa de las llamadas «inversiones».