El valor real de cualquier forma de comunicar, empezando por nuestra estructura fonética, no se sustenta en la capacidad para llegar a más receptores, sino en la certidumbre de lo transmitido. Es decir, no es la forma sino el contenido del mensaje lo que da trascendencia al emisor. Más allá de su gran potencial, que su trivialidad iguala, el lado oscuro de las llamadas redes sociales está en su sórdida capacidad de escandalizar, engañar o manipular, desde la sombras y en solitario.
Por eso desconcierta la importancia dada a los precarios textos llegados digitalmente. Es la paradoja del largo alcance y la corta profundidad, que no es brevedad como en el haiku. No es casual que la participación ciudadana termine siendo una inmensa maraña de mensajes desestructurados y centrados en lo emocional. La descomposición de cualquier racionalidad, a punta de caracteres y emoticones, facilita el caos que mantiene poderes.
No soy retrógrado, ni siquiera como resultado del reblandecimiento que acompaña la vejez, por eso me cuesta mucho comprender las razones que llevan a personas inteligentes a colgarse literalmente de cualquier necio ansioso de convertirse por la magia digital en influencer. Y lo hacen con tal obsesión que, no sólo detienen sus vehículos en medio del tráfico o sustituyen, al vibrar su aparato, a la pareja real que los acompaña por una digital. Supongo que igual lo harán, en aquellos momentos, y disculpen mi concupiscencia, que montan sus caderas.
¡Que diferencia con aquel dibujante del sur llamado Quino! Sus dibujos eran versos afiladísimos. Recuerdo uno desarrollado en tres cuadros: en el primero, un sujeto grababa en un aparato el trinar de un pájaro posado en su ventana. Luego, terminada la grabación, el sujeto lanzaba un manotazo al ave para ahuyentarla. En el último, el sujeto, ya alejado de la ventana, oía complacido la grabación de ese trino. Describía, certera y premonitoria, el embelesamiento por los aparatos. Al desdeñar la analogía del trino con el pájaro, se aparta el trueno del rayo y el rumor del agua del arroyo. Eliminar la imagen para quedarse con un binario sistema de sonido, o al revés, estupidiza.